martes, 15 de mayo de 2012


DE VOTANTES Y NO VOTANTES.Alberto Díaz D.

El domingo 20 de mayo del presente año del Señor, que transcurre violenta, escandalosa y azarosamente sobre nuestra media isla, millones de quisqueyanos ejercerán su derecho al sufragio, el primero que concede la democracia universal a todos sus ciudadanos, y en este país quizás el único derecho que existe para el cuarenta por ciento de la población que “chorrea sangre, sudor  y lágrimas desde la cabeza a los pies” bajo la línea de pobreza.

Imagino que Dios, en su infinita justicia, está tomando nota del grave pecado de lesa humanidad que constituye el hecho de aprovecharse tan vilmente de una población desesperada y totalmente desamparada, sometida a la mendicidad por medio de miserables tarjetas y bonos entregados maliciosamente a cambio del voto favorable para un gobierno basado en la extorsión descarada de la nación y corrompido hasta los tuétanos.

Si echamos un vistazo al turbulento panorama electoral presente, resulta evidente que el voto de la gran mayoría de los dominicanos está motivado por los intereses personales de los electores, contrariamente a lo que ocurría antes de  los tiempos de cólera, cuando aún las ideologías no habían exhalado su postrer suspiro y las utopías eran los hilos dorados con los que se entretejíamos los sueños de un mundo mejor.

Así las cosas, cada uno de los grandes litorales políticos del país representa los intereses de múltiples grupos económicos y sociales, pero los candidatos de partidos minoritarios que tienen ofertas fundamentadas en la dignidad nacional, la honradez y el patriotismo, apenas aparecen en las encuestas electorales.  He aquí pues, el zumo maloliente evacuado por la innoble podredumbre de los frutos del neoliberalismo, esa doctrina perniciosa que, a decir del eminente intelectual  R. Dahrendorf, es “una teoría y un movimiento de reformas para promover las libertades individuales dentro de un horizonte de inseguridad”.

En medio de ese entorno oportunista y mediocre se dibuja el deprimente escenario actual de la política dominicana: Tenemos seis y medio millones de votantes, de los cuales hay más de dos que están en las nóminas de beneficiarios directos o indirectos del gobierno, la mayoría de los cuales son sufragantes cautivos del partido oficialista.  Conforman el resto del universo electoral unos cuatro millones y medio de ciudadanos, entre los cuales están los opositores, unos cuantos miles de simpatizantes del Partido de la Liberación Dominicana que no están en las nóminas públicas o cuasi públicas, pero que quisieran estar, y los indiferentes, que en la presente justa electoral serán aproximadamente 1,815,000  (según proyección del autor), quienes por lo general no votan.  Esa multitud representa el 28% del total de inscritos en el padrón electoral actualizado para las próximas elecciones e incluso es posible que lleguen al 30%, ya que no existe un candidato de gran carisma, capaz de cautivar y hacer hervir la sangre de unas cuantas decenas de miles de ciudadanos de ese segmento.

Recapitulando, tenemos que alrededor de cuatro millones quinientos mil electores ejercerán su derecho al voto, movidos principalmente por el interés personal de salvar su circunstancia económica actual.  Eso es algo muy distinto de lo que ocurre en una democracia desarrollada, y resulta muy ilustrativo sobre la situación actual de nuestro modelo democrático. Como dice  R. Dahrendorf, citado más arriba,  “si queremos que en el mundo haya democracia, las elecciones no bastan. Las elecciones pueden propiciar democracias iliberales e incluso cosas peores. Deben estar insertas en un marco institucional mucho más complejo, que me gustaría calificar de orden liberal”.

Evidentemente, el sistema político que rige en la República Dominicana es cualquier cosa menos una democracia real y operante.  En un país donde no existe un nivel de desarrollo económico razonablemente distribuido y donde la gran mayoría de la población no ha recibido un nivel satisfactorio de educación, incluyendo la educación para la libertad que pregonaba J. Dewey, lo que se practica debe ser necesariamente una máscara grotesca de la democracia, y sus líderes políticos no pasarán de ser vulgares payasos y bandoleros.
¿Y qué de los indiferentes?  Los casi dos millones de ciudadanos que se mantendrán al margen del proceso electoral en las elecciones del domingo 20, por tratarse mayormente de personas educadas de clase media-media, media-alta y clase alta, son imprescindibles  para cambiar el actual estado de cosas en nuestro país, pero esas personas parece que desconocen o pretenden desconocer los fundamentos operativos de la democracia. 

Ellos aman el status quo imperante: Van a su iglesia los domingos, cantan canciones en inglés, no tienen que estudiar los padres de la ilustración (los escritos de esos tipos son muy difíciles), tienen yipetas y Mercedes Benz en sus cocheras, certificados en el Banco Central  y van con sus hijos a Disney World todos los años.  Además, siempre tienen un gran líder que los representa de todas maneras: Balaguer ayer y Leonel hoy, pues consumen mucho y aportan bastante al fisco. No importa que generalmente no voten, ya que los pobres votan por ellos, y así se mantienen siempre protegidos bajo la etiqueta sagrada de “mayoría silenciosa” o “clase virtuosa”, a la sombra de un gobierno legalmente constituido.

Albert Camus, en el acto III de su obra cumbre, Los Justos*, nos describe ese tipo de ciudadano:

“DORA: Hay demasiada sangre, demasiada violencia dura.  Los que
            verdaderamente aman la justicia no tienen derecho al amor. Ellos están
            erguidos como yo, la cabeza levantada, los ojos fijos.  ¿Qué haría el amor
            en estos corazones orgullosos?   El amor inclina dulcemente las cabezas,
            Yanek.  Nosotros tenemos el cuello demasiado rígido.

KALIAYEV: Pero amamos a nuestro pueblo.
DORA: Le amamos, es verdad.  Le amamos con un vasto amor sin apoyo, un amor     
          desgraciado.  Vivimos lejos de él, encerrados en nuestras habitaciones, perdidos en
          nuestros pensamientos.  El pueblo, él, ¿nos ama?,  ¿sabe que le amamos? El pueblo
          se calla.  ¡Qué silencio¡, ¡Qué silencio¡”.

*Citado por J. Ramoneda en su obra “Después de la pasión política”.













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